Julia tiene la tendencia a equivocarse cuando me llama. Por razones incomprensibles me confunde con Hernán, aunque Hernán se encuentra muy lejos y desde hace mucho tiempo no sabemos nada de él. Julia lo sigue recordando, sin dudas, y esto, acompañado por el dolor que me ocasiona su confusión, me han llevado a odiar el recuerdo de Hernán. Nada personal, me digo, pero sé muy bien que esta es una manera velada de odiar a Hernán.
Creo que son diez o quince años que no lo veo. Mamá tiene vacíos temporales que sustituyen la memoria. Ella, generalmente, lo recuerda tácitamente, con miradas, con suspiros, con alguna lágrima furtiva, evitando que yo la vea. No puedo evitar que esas expresiones mellen mi tranquilidad y resignación.
La verdad, la desaparición de Hernán fue un beneficio para mi vida, una regalía que no tiene nada de mezquino si consideramos que Hernán representa lo opuesto a mí mismo. Por añadidura me llegó Julia, sus besos y caricias, su cuerpo, sus pensamientos. Algo me dice, sin embargo, que no poseo todo de ella. Me falta su alma, esa alma que todavía recuerda a Hernán. ¿Cómo combatir a un rival invisible, habitante de los recuerdos, de las miradas y de los suspiros? Con todo, mi vida es apacible, de una tranquilidad envidiable. La rutina hace que uno se convierta en un ser mezquino e innoble, aspirando sólo a mantener su statu quo sin que nada interfiera. Debo aclarar que este estado de vida conviene a mis necesidades básicas, desdeñando todo lo demás. No soy excluyente con respecto a los recuerdos, pero mientras más lejos esté la memoria de Hernán, más tranquilo y a salvo me siento.
Pero esto es aparente. Hernán todavía vive dentro de mí como vivía en otro tiempo, cual parásito asqueroso. Me alegro de que se haya ido de nuestras vidas, aunque esto no sea un pensamiento noble. Pero, ¿quién me exige nobleza de pensamientos? Julia ignora todo. Mamá intuye algunas cosas, aunque difícilmente pueda comprobarlo. En una palabra, estoy a salvo.
Julia me llama Hernán. Es una confusión suya, pienso. Julia amaba de veras a Hernán, todavía no lo olvida. He hecho lo imposible por arrancarle el recuerdo, pero aún sigue vivo. Supongo que Hernán está en otra ciudad, en otro país, qué sé yo. Durante estos diez, quince años, he recibido dos o tres cartas suyas, todas fechadas en ciudades distintas, en países distintos. Buenos Aires, Montevideo, Madrid. Supongo que está en España. La verdad, no tengo ninguna seguridad, aunque mamá tiene la intuición de que Hernán está más cerca de lo que imagino. No sería raro encontrarlo de repente en la calle, pero yo lo dudo. De ser así, ya hubiera aparecido.
La lejanía de Hernán me entregó a Julia, lo cual debo agradecer profundamente, ya que Julia representa para mí un sueño hecho realidad. Mujer como ella es difícil de encontrar. No es una belleza común, una modelo de revista, pero sí una mujer apreciable y valiosa como ser humano. Si sólo dejara de llamarme Hernán…
Una manía suya, pienso. A veces mamá también me llama Hernán, confundida y dejándose llevar por el ejemplo de Julia. Creo que cambiaré mi nombre para evitarles la molestia de tratar de recordarme y dejaré de ser yo para convertirme de una vez por todas en Hernán.
He tomado este acuerdo pensando en el bienestar de la familia, para evitar dolores innecesarios.
Finalmente lo he hecho. Un sencillo trámite de dos meses en el Registro Civil, unos cuantos papeles, algunas omisiones, una firma falsa, una fotografía para el carné, la fecha de nacimiento de Hernán, etcétera.
Ahora oficialmente me llamo Hernán. Tengo carné nuevo, cara nueva, carácter nuevo. Ahora soy Hernán, finalmente.
Cuando llegue esta tarde a casa seré recibido como Hernán y nadie mencionará mi nombre. Se habrán olvidado de mí.
Sólo espero que Julia algún día me recuerde como antes se recordaba de Hernán, y tal vez entonces, llevado por el mismo instinto de salvar la salud mental de la familia, el nuevo Hernán decida cambiar su nombre y tomar el mío como disfraz.
Santiago, 12 de octubre de 2005
Creo que son diez o quince años que no lo veo. Mamá tiene vacíos temporales que sustituyen la memoria. Ella, generalmente, lo recuerda tácitamente, con miradas, con suspiros, con alguna lágrima furtiva, evitando que yo la vea. No puedo evitar que esas expresiones mellen mi tranquilidad y resignación.
La verdad, la desaparición de Hernán fue un beneficio para mi vida, una regalía que no tiene nada de mezquino si consideramos que Hernán representa lo opuesto a mí mismo. Por añadidura me llegó Julia, sus besos y caricias, su cuerpo, sus pensamientos. Algo me dice, sin embargo, que no poseo todo de ella. Me falta su alma, esa alma que todavía recuerda a Hernán. ¿Cómo combatir a un rival invisible, habitante de los recuerdos, de las miradas y de los suspiros? Con todo, mi vida es apacible, de una tranquilidad envidiable. La rutina hace que uno se convierta en un ser mezquino e innoble, aspirando sólo a mantener su statu quo sin que nada interfiera. Debo aclarar que este estado de vida conviene a mis necesidades básicas, desdeñando todo lo demás. No soy excluyente con respecto a los recuerdos, pero mientras más lejos esté la memoria de Hernán, más tranquilo y a salvo me siento.
Pero esto es aparente. Hernán todavía vive dentro de mí como vivía en otro tiempo, cual parásito asqueroso. Me alegro de que se haya ido de nuestras vidas, aunque esto no sea un pensamiento noble. Pero, ¿quién me exige nobleza de pensamientos? Julia ignora todo. Mamá intuye algunas cosas, aunque difícilmente pueda comprobarlo. En una palabra, estoy a salvo.
Julia me llama Hernán. Es una confusión suya, pienso. Julia amaba de veras a Hernán, todavía no lo olvida. He hecho lo imposible por arrancarle el recuerdo, pero aún sigue vivo. Supongo que Hernán está en otra ciudad, en otro país, qué sé yo. Durante estos diez, quince años, he recibido dos o tres cartas suyas, todas fechadas en ciudades distintas, en países distintos. Buenos Aires, Montevideo, Madrid. Supongo que está en España. La verdad, no tengo ninguna seguridad, aunque mamá tiene la intuición de que Hernán está más cerca de lo que imagino. No sería raro encontrarlo de repente en la calle, pero yo lo dudo. De ser así, ya hubiera aparecido.
La lejanía de Hernán me entregó a Julia, lo cual debo agradecer profundamente, ya que Julia representa para mí un sueño hecho realidad. Mujer como ella es difícil de encontrar. No es una belleza común, una modelo de revista, pero sí una mujer apreciable y valiosa como ser humano. Si sólo dejara de llamarme Hernán…
Una manía suya, pienso. A veces mamá también me llama Hernán, confundida y dejándose llevar por el ejemplo de Julia. Creo que cambiaré mi nombre para evitarles la molestia de tratar de recordarme y dejaré de ser yo para convertirme de una vez por todas en Hernán.
He tomado este acuerdo pensando en el bienestar de la familia, para evitar dolores innecesarios.
Finalmente lo he hecho. Un sencillo trámite de dos meses en el Registro Civil, unos cuantos papeles, algunas omisiones, una firma falsa, una fotografía para el carné, la fecha de nacimiento de Hernán, etcétera.
Ahora oficialmente me llamo Hernán. Tengo carné nuevo, cara nueva, carácter nuevo. Ahora soy Hernán, finalmente.
Cuando llegue esta tarde a casa seré recibido como Hernán y nadie mencionará mi nombre. Se habrán olvidado de mí.
Sólo espero que Julia algún día me recuerde como antes se recordaba de Hernán, y tal vez entonces, llevado por el mismo instinto de salvar la salud mental de la familia, el nuevo Hernán decida cambiar su nombre y tomar el mío como disfraz.
Santiago, 12 de octubre de 2005
Dibujo: Marco Antonio Sepúlveda
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