EL BAILE
-Esta noche bailarás para mi.
La ronca voz de Albert, arrastrando las erres alemanas,
resonaba como un contrabajo y los ojos claros, imperativos como los de una
serpiente sobre la víctima paralizada, la atravesaron sin piedad, mientras su
mano derecha dejaba el tazón de café sobre la mesa y la izquierda sostenía el
cigarrillo a medio consumir entre los dedos manchados de pintura y nicotina.
Elena lo miraba con fijeza, absorbiendo la ruda caricia de
esa voz que parecía brotar dentro de ella, vibrando profundamente en su cuerpo.
El local estaba lleno de la gente de todos los días, tomando un desayuno
apurado antes de ir a trabajar, mientras afuera la lluvia caía “fina, grácil,
leve”. El humo del tabaco ya comenzaba a impregnar la atmósfera.
¿Cómo había llegado a esto? Siempre lo consideró una especie
de patriarca que daba la bienvenida a todos los que deseaban
conocerlo y se acercaban hasta su taller con pisco o cigarrillos para
compartir, escuchándolo hablar sin osar intervenir ni menos contradecirlo, pues
su amplia cultura no daba pie para ello. Sin embargo podía actuar como un
paternal consejero en ocasiones. Todo comenzó así. Elena fue a confiarle a su
amigo la tremenda pena por la reciente separación. La escuchó con la intensidad
que ponía en todos sus actos, estrechándola luego con fuerza y besando las
lágrimas en las mejillas heladas, con una ternura que la emocionó. Oprimida contra el pecho duro y sintiendo un
repentino desvanecimiento, cedió a la urgencia del deseo. Desde ese instante,
estuvo ligada a él al haberle confiado intimidades y se aferró a su fortaleza
como una enredadera al muro sustentador.
Él se levantó para marcharse, irguiendo su cuerpo musculoso.
La besó brevemente en la boca. Un ramalazo de orgullo se produjo en su cuerpo
al verlo salir y comprobar que otros se volvían a mirarlo. Por ahora le
pertenecía, aunque quizá no por mucho tiempo.
La frase quedó vibrando en el aire. Se veía expuesta a una
situación desconcertante. Siempre había sido la buscada, la elegida, la que se
deja cortejar. Jamás actuó como la seductora que escoge al macho. No sabría qué
hacer. ¿Desnudarse como imaginaba lo hacían las prostitutas? Eso la sublevó hasta sentir que se le enrojecía la
cara. No, no se pondría en ridículo.
Pero ¿es que no era capaz de hacer lo mismo que otras mujeres? Se hacía tarde.
Se levantó apresurada y caminó hasta el paradero de buses.
Durante todo el día atendió automáticamente en su trabajo,
sorprendiéndose ella misma por las respuestas cortantes que daba a sus colegas. Quizá más de alguna mujer habría
bailado frente a esos tipos panzudos, insignificantes o engreídos. Pensó en
todo un desfile de tipas dedicadas al lap dance, esa forma grotesca de
excitarlos mientras los administradores de los antros acumulaban ganancias.
¿Cómo salir del paso? En sus fantasías alguna vez se había imaginado
desnudándose en un escenario repleto de público. Pero ésta era la realidad. A
medida que acumulaba indignación y desconcierto, avanzó la jornada y decidió
enviar todo al diablo. ¿Qué se habría creído ése? Fueron buenos amigos por años
y se había prometido jamás intimar con él. No sería una más del séquito de
amantes ocasionales donde no faltaban las jóvenes alumnas del atrayente profesor,
quien tampoco desdeñaba a sus madres o las parejas de los amigos que no
resistían los encantos de un hombre que se sentía a sus anchas en cualquier
ambiente y sabía encontrar belleza y humor en los más simples detalles. Después
de estar con él, decían, cualquier otro
hombre era una piltrafa.