25 de julio de 2012

NARRATIVA / Patricia Franco


EL BAILE                                           


-Esta noche bailarás para mi.

La ronca voz de Albert, arrastrando las erres alemanas, resonaba como un contrabajo y los ojos claros, imperativos como los de una serpiente sobre la víctima paralizada, la atravesaron sin piedad, mientras su mano derecha dejaba el tazón de café sobre la mesa y la izquierda sostenía el cigarrillo a medio consumir entre los dedos manchados de pintura y nicotina.
Elena lo miraba con fijeza, absorbiendo la ruda caricia de esa voz que parecía brotar dentro de ella, vibrando profundamente en su cuerpo. El local estaba lleno de la gente de todos los días, tomando un desayuno apurado antes de ir a trabajar, mientras afuera la lluvia caía “fina, grácil, leve”. El humo del tabaco ya comenzaba a impregnar la atmósfera.

¿Cómo había llegado a esto? Siempre lo consideró una especie de  patriarca que daba  la bienvenida a todos los que deseaban conocerlo y se acercaban hasta su taller con pisco o cigarrillos para compartir, escuchándolo hablar sin osar intervenir ni menos contradecirlo, pues su amplia cultura no daba pie para ello. Sin embargo podía actuar como un paternal consejero en ocasiones. Todo comenzó así. Elena fue a confiarle a su amigo la tremenda pena por la reciente separación. La escuchó con la intensidad que ponía en todos sus actos, estrechándola luego con fuerza y besando las lágrimas en las mejillas heladas, con una ternura que la emocionó.  Oprimida contra el pecho duro y sintiendo un repentino desvanecimiento, cedió a la urgencia del deseo. Desde ese instante, estuvo ligada a él al haberle confiado intimidades y se aferró a su fortaleza como una enredadera al muro sustentador.

Él se levantó para marcharse, irguiendo su cuerpo musculoso. La besó brevemente en la boca. Un ramalazo de orgullo se produjo en su cuerpo al verlo salir y comprobar que otros se volvían a mirarlo. Por ahora le pertenecía, aunque quizá no por mucho tiempo.

La frase quedó vibrando en el aire. Se veía expuesta a una situación desconcertante. Siempre había sido la buscada, la elegida, la que se deja cortejar. Jamás actuó como la seductora que escoge al macho. No sabría qué hacer. ¿Desnudarse como imaginaba lo hacían las prostitutas? Eso la  sublevó hasta sentir que se le enrojecía la cara.  No, no se pondría en ridículo. Pero ¿es que no era capaz de hacer lo mismo que otras mujeres? Se hacía tarde. Se levantó apresurada y caminó hasta el paradero de buses.

Durante todo el día atendió automáticamente en su trabajo, sorprendiéndose ella misma por las respuestas cortantes que daba a  sus colegas. Quizá más de alguna mujer habría bailado frente a esos tipos panzudos, insignificantes o engreídos. Pensó en todo un desfile de tipas dedicadas al lap dance, esa forma grotesca de excitarlos mientras los administradores de los antros acumulaban ganancias. ¿Cómo salir del paso? En sus fantasías alguna vez se había imaginado desnudándose en un escenario repleto de público. Pero ésta era la realidad. A medida que acumulaba indignación y desconcierto, avanzó la jornada y decidió enviar todo al diablo. ¿Qué se habría creído ése? Fueron buenos amigos por años y se había prometido jamás intimar con él. No sería una más del séquito de amantes ocasionales donde no faltaban las jóvenes alumnas del atrayente profesor, quien tampoco desdeñaba a sus madres o las parejas de los amigos que no resistían los encantos de un hombre que se sentía a sus anchas en cualquier ambiente y sabía encontrar belleza y humor en los más simples detalles. Después de estar con él, decían,  cualquier otro hombre era una piltrafa.




Terminado el trabajo, partió a la academia de danza; subió corriendo al segundo piso. Ya habían llegado el pianista y algunas alumnas; esperaban conversando. Se cambió y dio comienzo a la clase con ejercicios de barra, corrigiendo posturas. El pianista marcaba el ritmo lento con cualquier melodía. Pasaron luego a los ejercicios de centro y piruetas; la música del piano se hizo alegre. Elena que estaba muy concentrada, pareció despertar y una oleada de satisfacción la recorrió. Con alivio, llegó al fin de la clase, despidiendo a las chicas. Carolina se quedó un momento.
- Estás contenta hoy
- Elena se volvió con viveza. ¿Se me nota? Es que acabo de encontrar una solución caída de las teclas del piano.
La chica alzó las cejas. – Ya te contaré....si puedo. Se abrazaron.

Mientras se encaminaba al departamento, vio a Albert en el Venezia junto a una pareja desconocida, conversando y riendo. ¿Había olvidado su pedido de la mañana? Se mordió los labios y sin acercarse al grupo, se fue a casa.
Al poco rato, Albert y el desconocido entraron. La mujer  no los acompañaba.
Elena los encaró con alguna molestia. Al mirarla, en los ojos del pintor pareció encenderse un chispazo. Se dio un golpe en la frente y se alzó de hombros en un gesto de disculpa.
Ya habían comido y ella les ofreció vino. Los dejó solos y fue a su dormitorio.
Se quitó la falda, poniéndose pantalones negros, ceñidos en caderas y cintura, cambió su blusa rayada por una polera negra de mangas largas. Calzó zapatos de taconeo. Por último, peinó su largo cabello, atándolo simplemente atrás. Luego de buscar un disco, fue a reunirse con los hombres.

Se dirigió a Albert
- Esta mañana me pediste que bailara para ti. Lo haré para los dos.

El joven la miró apreciativamente, Albert parecía sorprendido y algo molesto. Ella bebió un sorbo de vino poniendo el disco elegido en el equipo de música. Tomó el control remoto, entregándolo a su amante.
- Cuando te diga, hazlo funcionar, por favor.

Se paró inmóvil, los pies juntos, al fondo de la sala. Ante su leve gesto de la barbilla, Albert oprimió el botón y comenzó a escucharse un solo de guitarra flamenca.
Elena, muy lentamente, levantó ambos brazos desde los costados hasta arriba de la cabeza, alargando su figura delgada hasta quedar en la punta de los pies para bailar la danza que siempre prefirió, la farruca. Luego, con brusquedad, dio un par de fuertes taconazos en el piso de madera, bajando ambos brazos hasta la cintura, zapateando enseguida como si los pies fueran un instrumento de percusión en respuesta a la guitarra, alternando giros leves con movimiento casi ceremonial de brazos y piernas, castañeteo de los dedos y estallidos con los pies en un diálogo perfecto con la música. El cabello estirado le daba un aspecto serio, los ojos fijos en Albert con pasión no eran los de una hembra que se ofrece, era la guerra. Sentía vibrar la guitarra por todo su cuerpo, como lo había hecho antes la voz del hombre.
El joven la miraba cada vez más enardecido, contagiado con el vértigo del baile. Al terminar bailarina y guitarra en el brusco toque final, se escuchó el ¡Bravo! del joven que se había levantado del sillón. Corrió hacia ella y abrazándola, la besó con furia. Ella respondió pasivamente a la caricia y desligándose de él, salió hacia la cocina. El rostro de Albert era una máscara.
Su amigo lo miró asustado y se despidió con premura.

Dirigiéndose a la cocina, las venas de su frente abultadas, le dio un bofetón a Elena. Jamás había hecho algo semejante. Ella reaccionó de inmediato para devolver el golpe, pero no llegó a tocarlo porque la fuerte mano del hombre le tomó la muñeca. Se miraron con furia, sin hablar.
Elena fue a su dormitorio y cerrando la puerta de un golpe, llamó a Carolina por teléfono.
- ¿Ahora mismo? – preguntó la amiga.
- De inmediato
- Ningún problema. Voy. Te quedas conmigo.
Cortó y reunió algunas cosas indispensables. Fue al baño por sus pertenencias.
Albert abrió la puerta con lentitud.
- ¿Qué haces? su ronca voz se oía velada.
- Me voy ahora. Mañana vendrá Carolina a buscar el resto y devolverte la llave.
- Elena ¿por qué? Perdona por haberte golpeado. Jamás ocurrirá de nuevo. Debí golpearlo a él, pero creo que lo habría estrangulado. Tú no lo rechazaste.
- No me disgustó. Tiene veinte años menos que tú. Pero hoy llegamos a un límite y no tiene vuelta.
- ¡No me dejes solo! La tomó de los hombros. Había un brillo de lágrimas en sus ojos.
- Ábreme la puerta, por favor. Tenía una mochila a la espalda y un bolso lleno.

La miró un instante, bajando los brazos, fue a abrir la puerta.
Elena se detuvo en el umbral. Se volvió un instante a mirar los ojos enrojecidos del hombre y sabiendo que por noches y mañanas y quizá siempre lo extrañaría, salió.


Patricia Franco
Publicado en La Mancha # 19, especial PURO CUENTO.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ciertamente hay un flujo pasivo y una frágil quietud del momento en este relato de Patricia Franco. Actos reprimidos que tuercen el desenlace y que con cierto dejo de impulsividad podría estar completamente logrado. Una eterna cadencia que me recordó a María Moreno, pero que en su embozo aun está latente para contar lo propio y ajeno con sus propias palabras. Eso, por esa calle hay que caminar.
Ema Jard B.

Theodoro Elssaca dijo...

Amanda y Pablo

Los felicito por el trabajo que hacen.

Saludos,
Theodoro Elssaca
Escritor y Artista Visual

PRESIDENTE
Fundación IberoAmericana
Artes - Letras - Ciencias

www.fundib.org

www.elssaca.cl