31 de enero de 2011

NARRATIVA / Federico Zurita Hecht

NO DEJABA DE CONGELARSE O
EL FRÍO INSOSPECHADO



No somos más que telón de fondo en la vida de los demás.
DAVID RABE
Hurlyburly


No fue el azar el culpable de que nos cruzáramos. Fui yo quien comenzó a buscarlo. No soy mujer que acostumbre a seguir a los hombres, pero en esta ocasión fue distinto. Me robé su fotografía, averigüé su dirección y salí en su búsqueda.
No me costó hallarlo, sus ojos me confirmaron que se trataba del mismo hombre de la fotografía, se parecían a los míos. Tenía la misma carita de pena, como de europeo oriental, la misma mirada perdida, como si a ambos nos faltara algo importante en nuestras vidas. Pues bien, de eso se trataba este asunto, de intentar completar el rompecabezas. Le estaba haciendo un favor a él y me lo estaba haciendo a mí, supuse. Sólo debía seguirlo, el resto ocurriría.
No podía detenerme, me aprendí sus horarios: la estación del metro donde iniciaba el recorrido hasta su trabajo y la estación donde lo terminaba; la hora de salida de la oficina y el recorrido de vuelta a casa. Lo esperaba cada tarde y me subía al mismo vagón que él escogía. No me miraba pero yo no dejaba de mirarlo, de buscar y reconocer esos rasgos de los que me habían hablado, a la vez que, como un tic, repasaba con mis dedos la cadenita de oro que traía al cuello, de la que colgaba una cruz, también dorada, que me congelaba el pecho. Eso era como tocar los movimientos de sus pómulos, de sus cejas, de su boca. Eso era como intentar aprenderlo de memoria. Y yo memorizaba. Pareciera que siempre está al borde del suspiro melancólico, que dan ganas de abrazarlo y protegerlo, me dijo mi abuela; es delgado y pálido, como si estuviera enfermo, me contó una tía; no es atractivo, pero después de escucharlo hablar se vuelve irresistible, me dijo mi madre. Desde niña me gustaban las historias que escuchaba. Incluso, cuando no tenían nada bueno que decir de él, a mí me resultaba un hombre fascinante. Pero luego sentía ese bulto obstruyéndome la garganta, pues ninguna historia era como tocarlo, como sentirlo en la punta de los dedos, y ni una cadenita, ni una cruz al cuello, ni un hielo semejante me aliviaban.
No me habría atrevido a hablarle si es que él no lo hubiese hecho primero. Y un día lo hizo. Una tarde llegué atrasada al metro, lo vi entrando al vagón y corrí entre la gente para alcanzarlo. Las puertas del carro se cerraron y me golpearon, empujándome al interior de éste. Perdí el equilibrio y caí al suelo. Mi tobillo derecho fue el más perjudicado. Nunca he sabido manejarme bien con tacos altos. Pero él se acercó lo más rápido que pudo, me preguntó si estaba bien, me revisó el tobillo, me ayudó a levantarme, le pidió a un muchacho que me cediera el asiento, me llevó hasta ahí y se quedó junto a mí. Su aroma era exquisito. Siempre huele bien, me dijo alguien alguna vez. Yo me restregaba las manos sobre la falda, como suelo hacer cuando estoy nerviosa.
No podía creerlo. Él no dejaba de hablarme. Yo quería que el final del recorrido no llegara. Cosa estúpida, pensé convencida, pero cuando faltaban dos estaciones para la parada más cercana a su casa, me propuso que nos bajáramos ya, y nos fuéramos a tomar algo, por ahí, en un lugar que él conocía. Sonreí y, pese a mi convicción anterior, pensé que el tiempo se congelaba, como si el universo me estuviera haciendo un gran favor.
No pude negarme. No deseaba negarme. Salimos del metro en la Estación Museo, caminamos algunas cuadras por el centro de la ciudad y me llevó a un bonito lugar donde los mozos ya lo conocían: el café Calenda. Pidió dos capuchinos y me ofreció un cigarrillo. Yo, por supuesto, no acepté. Me gustaban las cosas que decía, todo era tan interesante y sus ojos tristes me hacían desear abrazarlo. Se veía menor de cuarenta, nadie podría haberse imaginado que tuviera una hija de casi veinte años. Quizás niños chicos, de ocho o diez habría sido más creíble, pero veinte años, no. Yo lo escuchaba hipnotizada, mordiéndome fuerte mi entonces insensible labio inferior. De pronto se quedó en silencio. No sabía qué esperar de eso, pero no me asusté, no había razones para hacerlo. No, no y no. Él mismo deshizo el mutis, pocos segundos después, pidiendo mil disculpas por monopolizar la conversación. Es que me pongo a hablar y nadie me para, dijo. No te detengas, quise decirle, pero me contuve. Me gustaría saber de ti, continuó. Y yo respondí. Tengo diecinueve años, le dije, estudio Ciencias y en mi tiempo libre trabajo haciendo clases de biología a niños de enseñanza media. Él me interrumpió, alegre y sorprendido, diciéndome que también había estudiado ciencias, bioquímica para ser exacto. Yo quise decirle que ya lo sabía, pero me contuve nuevamente. Ya no sé cuántas veces me contuve esa noche. Recordé la cruz y la cadenita de oro que traía en mi cuello, un regalo que él me hizo el día en que cumplí un año de vida. Ese día, me contaron, me tomó en brazos y me hizo reír, siempre me hacía reír. Desde esa vez no lo volví a ver, hasta que comencé a seguirlo. Me desabroché el botón más alto de la blusa, tomé mi pelo con ambas manos y giré la cabeza, tratando de agitar la cruz y la cadenita. En ese momento él miró mi cuello. Se puso serio antes de encender otro cigarrillo. Miró la hora, comentó algo sobre la noche que ya comenzaba a caer y me propuso que camináramos un rato. Yo acepté.
No parecía haber razones para no hacerlo. Me aferré a su brazo y seguí escuchando todas esas cosas entretenidas que decía. Yo solamente le sonreía y cada veinte o treinta segundos suspiraba, tratando de disimular. No, no, no, no quiero que esto se termine, pensé. Cuántos años había soñado con caminar del brazo de ese hombre, cuántas noches me había desvelado imaginando cómo sería. Y por fin estaba ocurriendo. Juro que nunca había estado tan feliz como esa tarde en el café Calenda y luego caminando, cuando la noche comenzaba a quedarse.
¿No habría sido mejor que el tiempo se hubiese congelado en ese instante? Nos detuvimos afuera de un edificio antiguo y me preguntó si me gustaba ese lugar. Yo, en el momento, no sabía a qué se refería, pero respondí que sí, sólo eso, y me guió hacia el interior. Había dos peldaños antes de la puerta, la que se abrió, gracias a un dispositivo eléctrico, luego de que él tocara el timbre. La empujamos y avanzamos por un pasillo poco iluminado. Yo seguía sonriendo, sin soltar su brazo. Al final del pasillo había un mesón en el que se encontraba una señora gorda que llevaba un delantal azul. Él sacó su billetera y le solicitó a la señora una habitación por cuatro horas. Sólo en ese momento fue que comprendí lo que estaba sucediendo. Sentí un escalofrío en el cuello y la cruz de oro me pareció más congelada que nunca. Pero qué podría haber hecho. Nada, por supuesto, no había nada que yo pudiera haber hecho.

Publicado en Revista La Mancha 15/UNO




Federico Zurita Hecht, cartógrafo, licenciado en Lengua y Literatura. Su quehacer literario ha estado ligado a Zona de Contacto, como también a otros medios escritos. Dos veces finalista del concurso de Revista Paula y editado en la antología correspondiente al año 2007. Algunos de sus textos han aparecido en ediciones anteriores de Revista La Mancha.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Me impactó el final del relato. Deja un sabor amargo en la boca. Hasta hoy, yo relacionaba al autor no más que con "el fede" de Claudia Aldana.

maria cristina

americacomparini dijo...

Me parece muy bueno el manejo y conocimiento de la sensibilidad femenina, me recuerda al escritor argentino Puig, que siempre me sorprendía con sus relatos. Buena narrativa: felicitaciones al escritor y "Revista La Mancha", tan acertada en escoger buenos textos.

Gildardo Gutiérrez Isaza dijo...

Federico, impecable, tangible, maravilloso y genial este relato. Pude sumergirme en este fascinante relato al punto que camine por las mismas calles, me sentí dentro del metro empujado, pisoteado....pude ver la cadena de oro colgando del cuello de la mujer en mención...vislumbre cada gesto, cada instante dramático. Fue genial y con un final insospechado que hizo explotar mis sentidos en una honda de fuego sin precedentes. Te felicito, me lo goce de principio a fin.

Un gran abrazo amigo escritor.

Gildardo Gutiérrez Isaza
Escritor y poeta colombiano

Federico dijo...

Oh, muchas gracias. No lo había visto.
Qué emoción. Mil gracias por el espacio.
Un abrazo.


Federico.

pedagogo dijo...

Muy bueno Federico, el final es impredecible y muy interesante, da un vuelco en la historia que te deja perplejo.