13 de marzo de 2014

NARRATIVA / Bernardo Astudillo: Flashback






FLASHBACK



Llegar a esa altura a cualquiera lo hubiera asustado, pero el riesgo le importaba poco.

Subir los catorce pisos, escaleras arriba, demostraba que su estado físico estaba en buena forma.

Catorce pisos. Sin ascensor, todo a pie y sudando y tosiendo de vez en cuando, acelerado el corazón, temblándole a veces las piernas.

Catorce pisos que lo separaban de la ciudad nocturna, con los neones alumbrando con haces azules, fríos, la madrugada. Catorce pisos que mirados desde abajo hacían creer que se podía tocar las nubes o la luna. Catorce pisos que lo separaban de Amanda, allá arriba, en una de aquellas puertas repetidas, todas iguales, todas macizas y todas cerradas. Sólo había que subir, y lo hizo.

El ascensor fuera de servicio, incomprensible, sólo las escaleras abiertas como fauces hacia la oscuridad, tragando la altura. Las luces de emergencia apenas alumbrando, apenas silueteando su sombra en las paredes, deformándola hasta lo grotesco.

Pensó que todo iba mal esa noche. El apagón, el ascensor malo y las escaleras para tragarlo hacia la altura, para consumirlo.

Subió sin pensarlo. Había que hacerlo, era su deber, así lo entendía.

El primer piso lo ocupaban oficinas de abogados y casas de cambio. Allí la oscuridad  era casi completa, no había nadie, ni un ruido, ni una maldita mosca para acompañarlo. El segundo piso se extendía en un pasillo largo, donde la luz de emergencia semejaba un ojo maligno pegado en un rincón, anémico, escrutador. Caminó rápido, jadeando un poco. Ahora luego la siguiente escalera, el tercer piso con olor a naftalina, a recinto privado. Otro pasillo vigilado por el ojo maligno de la luz de emergencia. Largo, silencioso, premonitorio.

Estornudó. Una corriente de aire surgida de alguna parte le sacudió el pelo. El ruido de un mueble desplazándose por el piso le vino también de alguna parte. Debajo de las puertas cerradas ninguna luz que le indicara que hubiera moradores detrás de ellas. Sólo aire frío en aquel pasillo sombrío, largo y siniestro.

Otra escalera. Más frío. Otro pasillo. Más puertas cerradas. Ninguna luz debajo de ellas.

Caminó mientras pensaba que Amanda no lo esperaba, que llegaría sin ser esperado.

Vaya sorpresa. Sucedía a veces que se equivocaba. Temía a equivocarse, a perder el tiempo.

Apretó el objeto en su bolsillo. El peso del objeto metálico le daba valor, le incitaba a seguir subiendo. Sólo diez pisos más. Más pasillos, más oscuridad, más frío. Sólo diez pisos más.

En el folletín médico se decía que su salud era precaria, que no aguantaría, que su corazón de un momento a otro dejaría de latir. Leseras. Estaba bien, aguantaba bien. Era un hombre fuerte, después de todo, puras mentiras lo del folletín. El pudo subir perfectamente los diez pisos que lo separaban de Amanda, de la ciudad y de la noche.

Lo hacía. Subía al séptimo, al octavo piso y nada pasaba. El corazón seguía latiendo, acelerando el ritmo a medida como subía los peldaños cada vez más pesados. El sudor, las sienes a punto de estallar, las piernas casi insensibles, pero subiendo, subiendo…

Más pasillos, más frío. El piso catorce, por fin.

Nada. La negrura del pasillo quebrada por la anémica luminosidad de la luz de emer- gencia. Sombras en las paredes. Su sombra dibujada, grotesca, en la pared. El piso catorce y su corazón intacto aunque acelerado, latiendo a un ritmo de tambores, de verdaderos timbales. El sudor en la frente, en las axilas, en la mano que sostenía el objeto metálico.

La puerta de la izquierda, la única con luz debajo. La tercera puerta. La puerta de Amanda, pensó.

Había despertado del sueño con la boca seca, sudando. Los guardias dormían. La cena había sido pesada. Un trozo de carne de cerdo, ensalada de lechugas, un café cargado. Luego un cigarrillo, después otro. Faltaba el bajativo, pensó con ironía. Tenía televisión pero no veía. No le gustaba ver televisión. Quiso dormir y durmió sobre la cama sin sábanas, dura, de tablas. Los privilegios de la solemnidad, una noche en solitario. Pensó que debían ser las cuatro o cinco de la mañana, tal vez menos.

Ahí dentro era difícil saberlo. A las seis llegarían los guardias, no harían ruido, llevarían zapatillas, todo acolchado para no despertar a los demás. Le pondrían la barra en los tobillos, quizás habría un cura, rogaría por él. El no creía en Dios, pero le hacía falta ahora. Daba igual. No hacía falta creer en Dios. Se estaba bien sin Dios. Se estaba bien en cualquier parte donde no hubiera Dios.

El pasillo estaba iluminado por el reflector de emergencia, y el resto, oscuridad.

La luz debajo de la puerta de Amanda.

Sólo unos golpes en la puerta. Esperar. 

Apretar el objeto en su mano. Esperar. 

No tardaría en abrir, pensó al oír los pasos apagados detrás de la puerta. Tacos de mujer. Los de Amanda, siempre altos en piernas tan largas como ella misma. Las piernas de Amanda, esas piernas torneadas que aún tenía en la memoria como prolongaciones del placer. 

Ya aparecería ella en el hueco de la puerta, preguntando. Imaginaba su cara, su asombro.

Las seis de la mañana. Por fin llegaban los guardias. Vio sus siluetas en la pared de enfrente. Eran seis, en fila india. También venía el sacerdote, un capellán. Ni un murmullo, ni un ruido.

Apretó el objeto metálico en su mano sudada cuando sitió la presión de la mano de Amanda sobre el picaporte, girándolo. Su mano, pensó. Su mano pecadora. El no creía en Dios pero sí en el pecado. En el pecado de Amanda creía a ojos cerrados.

Sólo la venganza era suya, no del Señor.

Lo cegaron con una venda negra, todo en silencio, con mucho respeto mientras el capellán comenzaba un padrenuestros que apenas oía, apagado por la venda, mientras caminaba por el corredor, imaginando las
siluetas detrás de los barrotes y las miradas compasivas de los demás.

La puerta finalmente se abrió.

Una lluvia de luz iluminó su rostro, encandilándolo. Y detrás de la luz, la silueta conocida de Amanda.

Era ella.

Apretó el objeto, apuntó sin mirar, sabiendo que el cañón estaba dirigido hacia ella, hacia su pecho pecador. La silueta cayó limpiamente al suelo luego del fogonazo, luego del estallido que casi rompió sus tímpanos,
aumentado por el silencio nocturno y la soledad del pasillo…

Detrás de la venda negra el espacio parecía enorme, oscuro.

Hubiera querido creer en Dios pero era muy tarde, ahora que la voz del capellán se alejaba, el padrenuestro apenas musitado en la distancia, el preparar de los fusiles, la orden de fuego, la descarga brotando de la nada y la bala solitaria atravesando su corazón.




Santiago, 21 de marzo de 2006

Del libro: La Isla de Los Muertos (Ediciones del Taller 2006)


1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena utilización del verbo, narrativa rápida, quizás secuencial. Permite decir que el protagonista al llegar al infierno, puede regresar por su cobija olvidada en la cama de la prisión. La magia del cuento negro que muchos cuentistas eluden. Felicitaciones.
Mario Alfredo Cáceres Contreras