1 de octubre de 2012

NARRATIVA / Marcela Royo Lira



          


                  LAS MANOS


            Clementina no supo en qué momento las manos comenzaron a ejercer un poder especial en ella. Una noche, se descubrió imaginándolas sobre su cuerpo y el goce desconocido que le provocaban. Al día siguiente, cuando fueron reales ante ella tuvo un sobresalto. La taza con el café se volcó sobre la bandeja y un quejido escapó de su boca. Escuchó la voz, por primera vez.
            -No se preocupe. Fue mi culpa.  Creo que todavía estoy medio dormido.
            Poco más de un año hacía que trabajaba en el Casino del Aserradero San Jorge, en una de las islas del sur. Entre el escaso personal femenino y los trabajadores no había contacto. Un delgado tabique de madera los separaba. Sólo se veían las manos, que entregaban y recibían las bandejas.  Como una forma de hacer más entretenidas las horas Clementina comenzó a imaginar a los dueños de las manos que veía en el estrecho surco.
            La primera vez que vio “esas” manos no le agradaron. Grandes, toscas, de nudillos fuertes y dedos cortos. Las imaginó pertenecientes a un hombre vulgar.  La mañana en que, por un descuido, sus dedos rozaron la piel áspera   una sensación que no conocía la estremeció. Tuvo que pedir ayuda a una compañera para que continuara con la entrega de bandejas, mientras ella se lavaba una y otra vez, simulando enjuagar los platos.
            El juego nocturno de las manos continuó durante meses.  Se descubrió esperándolas con ansias en lo oscuro de su cuarto para imaginarlas sobre ella. Ágiles, fuertes, de una ternura insospechada.
            Una noche, el juego se rompió.
Las manos que siempre imaginó fueron reales. Y unos labios húmedos buscaron los suyos.  




                                                    

             EL AGUIJÓN





Amanece. Blanca se levanta y se dirige al cuarto de costura. Allí, doblado en dos, sobre el respaldo de la silla, está el mantel que Emilia había bordado con esmero durante semanas. “Es una belleza”, susurra y acaricia las flores mientras el dedo índice sigue la curva de los hilos. Cierra los ojos, visualiza  a su hija con la cabeza gacha, cantando a media voz y la aguja deslizándose con rapidez, cambiando del verde al rojo o el marrón.  “Si parece que alguien, en un descuido,  dejó caer las rosas sobre el género”, dice la mujer, ensimismada.
Hace mucho que Emilia viene sólo de visita, cada vez de menos horas, como si un lazo invisible la arrastrara hacia la otra casa.  ¡Esa casa!”, quiso gritar, pero se contuvo. Prometió mantenerse serena.
Prepara café y tostadas para el desayuno. Luego, espera. Escucha la bocina del furgón escolar que recoge a los niños de la casa de la esquina. Un perro ladra y alguien pasa silbando por la vereda. El sol entra por la ventana,  Blanca  mira en el patio la higuera y un zorzal que picotea el pasto.
             Rato después, sentadas frente a frente, observa el semblante grave de Emilia.  Ya no ríe, reconoce,  sólo se le escucha cuando es verano y la casa de enfrente mantiene las ventanas abiertas.
            -Hija…  –suplica a media voz.


            La muchacha bebe un sorbo de café, levanta sus ojos claros y mira a la madre.  Por un segundo quiere confiarse, explicárselo una vez más, pero desiste. No desea discutir la mañana en que está de cumpleaños Catalina. Hicieron planes de disfrutarlo juntas, ir a algún restorán lejos del barrio, quizás a la costa. Tenderse, desnudas, en las dunas de Algarrobo Norte.
            -Debes venderlo a buen precio. Es un trabajo arduo, el sudor de horas –le advierte la madre, pensando en el mantel. Observa el reflejo del sol en los cabellos de Emilia. Quiere acariciarlos, pero detiene el ademán.
-No lo venderé, mamá. Es un regalo.
            -¿Regalo? ¿Estás loca? Es bellísimo, puedes…
            -Hoy es su cumpleaños –dice la joven, sin nombrarla. Luego, se seca los labios en la servilleta, que aún mantiene su nombre bordado.
            -¡No! ¡A ella, no, por favor! –vocifera Blanca. Y maldice el rumor que entró una tarde a su casa y todo se le hizo trizas en rededor.
            Emilia, sin responder, se levanta y va a la sala de costura. Dobla el mantel. Enseguida lo guarda en una bolsa de regalo, que había comprado anteriormente. También la tarjeta con el mensaje íntimo, para que ambas lo gocen a solas más tarde. Cuando vuelve al comedor, descubre los rostros de las vecinas asomados en la ventana.
            -Se los dije cuando fui a comprar el pan y la leche –explica la madre que la había seguido-. Incluso se los mostré para que reconocieran la belleza del trabajo. Se arrepentirán de haberte echado del taller de costura, ya lo verás, querida. ¡Ah! Hace un rato llamó la mujer del juez. Ofrece $ 200.000, si le agregas doce servilletas. Alguien le llevó la noticia.
            -No está a la venta –porfía contrariada la joven. Luego, abre la puerta y cruza  resuelta entre las mujeres, estas se abren a su paso como el Mar Rojo ante el pueblo de Israel.
            -Emilia –ruega la madre llamándola en un susurro, pero la muchacha desaparece tras la puerta de la casa de enfrente. Escucha sus risas. Imagina el abrazo.  
            Crece un murmullo ronco en el grupo de mujeres.  Blanca se imagina un enjambre de abejas y asustada del posible aguijón se refugia en la casa. Cierra la puerta de golpe, se apoya en ella y se desliza lentamente hasta quedar sentada en el piso.
Luego, se tapa la cara con las manos y llora.

                                                                                                                   

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buen dominio de la trama en el cuento. Frases notables. Una narradora con gran creatividad. El cuento El Aguijón despliega sutileza y una excelente utilización del elemento distractivo . Me recordó a María Luisa Bombal. BUENA NARRADORA, SERÍA UN AGRADO CONOCERLE UN CUENTO DE LARGO ALIENTO.
Mario Cáceres Contreras