LAS MANOS
Clementina no supo en qué momento
las manos comenzaron a ejercer un poder especial en ella. Una noche, se
descubrió imaginándolas sobre su cuerpo y el goce desconocido que le
provocaban. Al día siguiente, cuando fueron reales ante ella tuvo un
sobresalto. La taza con el café se volcó sobre la bandeja y un quejido escapó
de su boca. Escuchó la voz, por primera vez.
-No se preocupe. Fue mi culpa. Creo que todavía estoy medio dormido.
Poco más de un año hacía que
trabajaba en el Casino del Aserradero San Jorge, en una de las islas del sur.
Entre el escaso personal femenino y los trabajadores no había contacto. Un
delgado tabique de madera los separaba. Sólo se veían las manos, que entregaban
y recibían las bandejas. Como una forma
de hacer más entretenidas las horas Clementina comenzó a imaginar a los dueños
de las manos que veía en el estrecho surco.
La primera vez que vio “esas” manos
no le agradaron. Grandes, toscas, de nudillos fuertes y dedos cortos. Las
imaginó pertenecientes a un hombre vulgar. La mañana en que, por un descuido, sus dedos
rozaron la piel áspera una sensación que no conocía la estremeció.
Tuvo que pedir ayuda a una compañera para que continuara con la entrega de
bandejas, mientras ella se lavaba una y otra vez, simulando enjuagar los
platos.
El juego nocturno de las manos
continuó durante meses. Se descubrió
esperándolas con ansias en lo oscuro de su cuarto para imaginarlas sobre ella.
Ágiles, fuertes, de una ternura insospechada.
Una noche, el juego se rompió.
Las manos que siempre imaginó fueron reales. Y unos labios húmedos
buscaron los suyos.
EL AGUIJÓN
Amanece. Blanca
se levanta y se dirige al cuarto de costura. Allí, doblado en dos, sobre el
respaldo de la silla, está el mantel que Emilia había bordado con esmero
durante semanas. “Es una belleza”, susurra y acaricia las flores
mientras el dedo índice sigue la curva de los hilos. Cierra los ojos, visualiza
a su hija con la cabeza gacha, cantando
a media voz y la aguja deslizándose con rapidez, cambiando del verde al rojo o
el marrón. “Si parece que alguien, en un descuido, dejó caer las rosas sobre el género”, dice
la mujer, ensimismada.
Hace mucho que
Emilia viene sólo de visita, cada vez de menos horas, como si un lazo invisible
la arrastrara hacia la otra casa. “¡Esa casa!”, quiso gritar, pero se contuvo. Prometió mantenerse serena.
Prepara café y
tostadas para el desayuno. Luego, espera. Escucha la bocina del furgón escolar
que recoge a los niños de la casa de la esquina. Un perro ladra y alguien pasa
silbando por la vereda. El sol entra por la ventana, Blanca mira en el patio la higuera y un zorzal que
picotea el pasto.
Rato después, sentadas
frente a frente, observa el semblante grave de Emilia. Ya no ríe, reconoce, sólo se le escucha cuando es verano y la casa
de enfrente mantiene las ventanas abiertas.
La muchacha bebe un sorbo de café, levanta sus ojos
claros y mira a la madre. Por un segundo
quiere confiarse, explicárselo una vez más, pero desiste. No desea discutir la
mañana en que está de cumpleaños Catalina. Hicieron planes de disfrutarlo
juntas, ir a algún restorán lejos del barrio, quizás a la costa. Tenderse,
desnudas, en las dunas de Algarrobo Norte.
-Debes venderlo a buen precio. Es un trabajo arduo, el
sudor de horas –le advierte la madre, pensando en el mantel. Observa el reflejo
del sol en los cabellos de Emilia. Quiere acariciarlos, pero detiene el ademán.
-No lo venderé,
mamá. Es un regalo.
-¿Regalo? ¿Estás loca? Es bellísimo, puedes…
-Hoy es su cumpleaños –dice la joven, sin nombrarla.
Luego, se seca los labios en la servilleta, que aún mantiene su nombre bordado.
-¡No! ¡A ella, no, por favor! –vocifera Blanca. Y maldice
el rumor que entró una tarde a su casa y todo se le hizo trizas en rededor.
Emilia, sin responder, se levanta y va a la sala de costura.
Dobla el mantel. Enseguida lo guarda en una bolsa de regalo, que había comprado
anteriormente. También la tarjeta con el mensaje íntimo, para que ambas lo
gocen a solas más tarde. Cuando vuelve al comedor, descubre los rostros de las
vecinas asomados en la ventana.
-Se los dije cuando fui a comprar el pan y la leche
–explica la madre que la había seguido-. Incluso se los mostré para que
reconocieran la belleza del trabajo. Se arrepentirán de haberte echado del
taller de costura, ya lo verás, querida. ¡Ah! Hace un rato llamó la mujer del
juez. Ofrece $ 200.000, si le agregas doce servilletas. Alguien le llevó la
noticia.
-No está a la venta –porfía contrariada la joven. Luego,
abre la puerta y cruza resuelta entre
las mujeres, estas se abren a su paso como el Mar Rojo ante el pueblo de
Israel.
-Emilia –ruega la madre llamándola en un susurro, pero la
muchacha desaparece tras la puerta de la casa de enfrente. Escucha sus risas. Imagina
el abrazo.
Crece un murmullo ronco en el grupo de mujeres. Blanca se imagina un enjambre de abejas y
asustada del posible aguijón se refugia en la casa. Cierra la puerta de golpe,
se apoya en ella y se desliza lentamente hasta quedar sentada en el piso.
Luego, se tapa
la cara con las manos y llora.
1 comentario:
Buen dominio de la trama en el cuento. Frases notables. Una narradora con gran creatividad. El cuento El Aguijón despliega sutileza y una excelente utilización del elemento distractivo . Me recordó a María Luisa Bombal. BUENA NARRADORA, SERÍA UN AGRADO CONOCERLE UN CUENTO DE LARGO ALIENTO.
Mario Cáceres Contreras
Publicar un comentario